2019

2015

Crashroom

Leer texto Ver fotografías

El mundo del Espejo, en el que penetra la valiente y sensata Alicia, evitando quedar apresada en la imagen del espejo, no es el lugar del reverso simétrico, de la anti-materia, ni la imagen invertida en el espejo del mundo del que ella procede. Es el mundo del discurso y de la asimetría, cuyas reglas arbitrarias se esfuerzan por apartar al sujeto, Alicia, de toda posibilidad de identificación naturalista.

Alicia ya no – Teresa de Lauretis

[]las muñecas nos infligen tremendo silencio (mayor que la vida)[]

Muñecas: sobre las muñecas de cera de Lotte Pritzel – Rilke

 

Abismo, en una de sus acepciones, refiere el centro de un escudo, porque en algunos escudos, en su parte central, está representado de nuevo el escudo mismo. Esta fractalización deliberada de la realidad, este ejercicio de repetición ensimismada, pese a que parece querer insistir en una realidad, acaba oscureciéndola, camuflándola dentro de sí misma, como cuando repetimos una palabra sin parar. Como en el día de la marmota. Como abrir una matrioska sin fin. (habría que ponerlo en cursiva porque no aparece como término en la RAE con c ni con k)

El abismo, al igual que el camuflaje, posibilita una estrategia de protección, es un escudo de desaparición dentro o detrás del cual seguimos estando, pero libres, indefinidas.

En la serie Crashroom (2014), Rocío Verdejo retrata personajes reales que han sufrido un proceso de despersonalización violenta. El mecanismo que se ha activado después en las protagonistas es de aislamiento, de huida desesperada hacia adentro. Su escondite, lejos de ser una asunción de la pérdida de la identidad, es el del Romeo envenenado y autoenvenenado, es un standby sombrío que nos despega de la realidad y, por tanto, de nuestro género, pero también la única forma de volver a él después.

En el cuento “Mercure” de Amélie Nothomb, Hazel, la protagonista, vive cautiva en un fortín situado en una isla de difícil acceso, rodeada de sirvientes y de su secuestrador/benefactor, un viejo septuagenario que ha ordenado retirar todo material reflectante del alcance de su vista. Ella, desconocedora de la forma de su reflejo, transige a los tocamientos y al cautiverio, marginada incluso de su imagen física y pensándose terriblemente desagradable a la vista. Un día cae enferma y se ha de hacer venir a una doctora que es registrada y aleccionada a la entrada del fuerte y, disconforme con la situación, dispone un plan para acumular y esconder el mercurio de los termómetros de forma que, con las sucesivas visitas, hayan almacenado el suficiente como para formar un círculo plateado en el que Hazel podrá, al final, ver su cara y comprobar que es absolutamente equilibrada y preciosa.

El dolor más o menos prolongado es fácilmente tratado como enfermedad, más aún si el dolor es visible. Tratar la violencia de género como enfermedad, aunque sea definirlo como enfermedad social, es asumir estrategias reguladas para paliarlo, clínicas y políticas; y, una vez más, confiar en que lo que nos mata también tiene el poder de curarnos. Pensar que esto dejará de ser así por más que representemos el conflicto de forma evidente y abyecta es quimérico. Mucho mejor entonces representar la quimera en sí, lo flotante.

Al retratar un estado intermedio, irresoluto, Rocío Verdejo se ha negado a reproducir la resignación en favor de la posibilidad. Los sujetos de las imágenes, muñecas cubistas, están resquebrajadas para diluirse en un espacio en el que son irreconocibles. Las “muñecas” son a la vez peleles y potenciales autómatas que escapan a nuestro control; y son un reflejo de nuestro subconsciente, poderoso. Todas estas “Eurídices” dicen, parafraseando a Angélica Liddell en su conversación con el más allá de una también maltratada Jacqueline du Pré: “te haré invencible con mi derrota”.

Las Eurídices de Crashroom nos hablan desde el espacio austero, concentrado en reforzar la “puesta en abismo” con puertas abiertas, arcos, marcos; y espejos. Un escenario coral y como siempre en la obra de Rocío de gran fuerza simbólica o, esta vez, metasimbólica, pues representa también la forma de violencia sutil definida por Bourdieu. La escena, deliberadamente suave y minimalista, deja clara la existencia de historias conectadas pero muy distintas, a la vez que exhala misterio, impenetrabilidad, como ese círculo de mármol negro en el suelo que podría ser el círculo de sal en negativo, el círculo mágico de protección contra el mal de ojo o las brujas de Salem, dentro del cual se sitúa también un hijo, él sí reflejado en un espejo.

La iconografía del espejo es variada y contradictoria, porque la reflexión puede ser un mecanismo de descubrimiento o de defensa. Pese a que en distintos grados toda la materia puede ser traspasada, las superficies reflectantes rebotan una mayor cantidad de luz para devolvernos imágenes especulares, más o menos figurativas, más o menos cegadoras. El espejo genera y resuelve de forma fantasmagórica (el tiempo que duran estos fantasmas es el tiempo de la exposición a él) dudas de identificación y reconocimiento. Esta imposibilidad de reconocerse del todo no pone sino de manifiesto que el sujeto reflejado, como diría José Luis Brea, no es una entidad completa sino algo que se produce a través de procesos complejos e inacabados, que son sociales y psíquicos. El sujeto siempre es un sujeto en proceso.

En el caso de esta serie, el proceso o el grado de evolución de cada personaje se evidencia a través de un vestuario bicolor que nos transporta a Louise Bourgeois o a los diseños-trampantojo de Jean Paul Gaultier para la adaptación almodovariana “La piel que habito”; o el traje de lentejuelas que luce Gael García Bernal travestido en “La Mala Educación”. Las piezas de vestuario funcionan mediante un código cromático en el que el blanco es una capa de invisibilidad, de conciliación, de adaptación del dolor a una realidad pública hostil; mientras que el color carne, maquillaje o “nude” simboliza el conflicto, la intimidad, el miedo, la exposición al dolor, la vulnerabilidad, la desnudez, la capa más contingente y orgánica de los personajes. La combinación en las prendas y su diálogo con las prendas reflejadas, a veces complementario y siempre asimétrico, deja ver y esconde un compuesto abstracto y contradictorio, abrupto, constructivista, quebrado.

Y así, el espejo, en conversación con la prenda, en cada uno de los retratos de la serie, funciona como “ese regulador arbitrario de realidad” dirigido por Rocío en función de una ley superior: mejor asimetría, mejor ocultación, sueño, posibilidad, que decadencia. Pues como dictaría Bernardo Soares en el “Libro del Desasosiego”: “La decadencia es la pérdida total de la inocencia, porque la inocencia es el fundamento de la vida”.

Los vestidos están cosidos a los espejos en una asociación surrealista, como la del maravilloso video musical de Floria Sigismondi para “Mirrors”, de Justin Timberlake. Más allá de producir confusión, nos da pistas, claves y memorias sobre lo que no se deja ver.

Verdejo sólo muestra el rostro del que aún ahora puede soñar, aunque esto también signifique mostrar, en consecuencia, que es posible vulnerar la capacidad para el sueño. Así, la mano del niño en la espalda de la mujer transfiere este poder reconfortante y eléctrico que nos reconectará con una identidad de nuevo capacitada para el deseo, para la vida. Al igual que en la “Piedad invertida” de la autora, es aquí el hijo el que sostiene a la mujer, desposeída de su imagen como el Alexei de “El Espejo” de Tarkovsky, como una presuicida Francesca Woodman.

 

Virginia del Río, 2014.

2014

Vestir santos

Leer texto Ver fotografías

Vestir santos, 2014. Impresión con tintas pigmentadas en papel baritado perla 130 x 170 cms. montada sobre foam con moldura de madera.

2011

Las matemáticas de Dios no son exactas

Leer texto Ver fotografías

Rocío Verdejo hace del encuentro de la vida y la muerte el leit motiv de su poética. La artista parece haber hecho suyas las palabras de André Breton acerca de una posible definición del surrealismo: Todo conduce a pensar que hay un cierto punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo comunicable y lo incomunicable dejan de percibirse como contradicciones. Y así ha venido siendo en sus fotografías.

Esa suerte de pulsión de muerte que inunda sus piezas ha virado desde la pertinaz pesadilla y lo traumático de episodios que marcan el recuerdo, la existencia e incluso que condicionan la propia identidad, expresados todos ellos con dramatismo, desasosiego y sobriedad, al tiempo que con una innegable paz y belleza, especialmente en Quietud, hasta, como ocurre en Las matemáticas de Dios no son exactas, su serie actual, la más sofisticada escenificación de la relación con la muerte en lo cotidiano que invita, a diferencia de series anteriores, a trocar el sobrecogimiento hacia la irremediable finitud por cierta sonrisa originada por la ironía.

Juan Francisco Rueda, 2012

2010

Rigor Mortis

Ver fotografías

106 historias

Ver fotografías

2009

Las aguas del escorpión

Leer texto Ver fotografías

Las mareas del alma, el oleaje del sueño y la pesadilla.

Juan Francisco Rueda

Angustias existenciales. El oleaje que no cesa.

Ni la obra reciente ni, prácticamente, buena parte de la anterior de Rocío Verdejo pueden entenderse sin dos ámbitos de intermediación e interpretación como son la presencia en sus fotografías de las aguas estancadas, como elemento activo, metafórico y perturbador, y la autoexploración de los temores, sueños y pesadillas que la asuelan. Esta autoexploración, materializada en las piezas de las dos series que componen esta exposición, Quietud (2008) y Las aguas del escorpión (2009) —en rigor, ejercicios de terapia y catarsis puesto que la artista se enfrenta a sus propios miedos—, depara “artefactos visuales” que poseen la capacidad de incitar a proyectarnos en ellos, con lo cual, Verdejo nos ofrece un espacio propio, tremendamente subjetivo y cargado de sus vivencias, en el que poder reflejarnos y, quizá, autoexplorarnos como ella, o, al menos, que haga aflorar muchos de nuestros miedos y sueños, tal vez muy parecidos a los suyos. Así, de inicio, sentimos encontrarnos ante una reserva de imágenes íntimas que, con generosidad, nos brinda la artista.

Desde 2005, Rocío Verdejo viene haciendo que sus personajes coqueteen con lo acuático. Con un marcado flujo narrativo, de escenificación y en convergencia con discursos medulares del arte último —como la multiplicidad, el camuflaje, la indistinción o la identidad—, buena parte de su fotografía tuvo en el agua un elemento indispensable. No sólo adquiría esta sustancia un valor paisajístico o de marco (aguas estancadas, grandes masas lacustres o embarcaderos en cuyos derredores transitaban cautelosos personajes con la vista velada, así como otros yacían muertos), sino que desarrollaba, en algunos relatos, un verdadero papel protagónico, propio de lo que Gaston Bachelard llamó “la imaginación de la materia”, esto es, el simbolismo y los significados que materias como el fuego, el aire o el propio agua fueron acumulando en el discurrir del pensamiento humano y su plasmación artística. Ese coqueteo, por mor de la atmósfera de larvada inquietud a la par que paradójica serenidad, las cuales ha continuado imprimiendo a sus imágenes actuales, se convertía, las más de las veces, en temor ante la proximidad del líquido elemento, como quien se encuentra atraído por sus influjos y repelido por sus peligros, como quien sabe con certeza que el agua, sustancia de vida, es también sustancia de muerte. Esa pulsión de muerte sigue estando presente en las series que ahora nos ocupan. En el caso de Quietud de modo ambiguo, mientras que es mucho más evidente en Las aguas del escorpión. En la primera, el agua sería verdaderamente sustancia de vida a la que entregarse para renacer o alcanzar un estado de plenitud, por más que se bordee la puesta en escena de la muerte, que, en cambio, es el sentido que adquiere en la segunda y posterior de las series, en la que el agua es lecho en el que yacer finado.

Entre Quietud y Las aguas del escorpiónno sólo dista un año en su ejecución. Tal vez por ello, por ese lapso que discurre entre la una y la otra, ambas series ahora confrontadas por primera vez, arrojan una distancia de conceptos en algunos casos casi insalvable mientras que convergen en otros, más allá de que tengan en el agua y en cierto desasosiego que despiertan estos conjuntos un evidentísimo nexo. Bastaría para señalar esa distancia, como indicios ilustradores, referirnos simplemente a los títulos y a los referentes visuales; de un lado la ambivalencia de Quietud, con sus rasgos amenazadores pero también y, ante todo, esperanzadores, placenteros y evocadores; de otro, frente a esa capacidad ambivalente de la primera, el evidente sobrecogimiento que causa Las aguas del escorpión, en la que la evocación y esa esperanza de entrega de las modelos al agua maternal desaparece por completo ante la rotunda escenificación mortuoria y trágica pero, a su vez, serena, contenida y ausente de dramatismo.

Escenificación, narración subsumida, narcisismo y simbolización.

A grandes rasgos, la fotografía de Rocío Verdejo concita cuatro espacios conceptuales y procedimentales, entre otros muchos, que vienen caracterizando la praxis fotográfica contemporánea.

En primer lugar, como rasgo estilístico, la tendencia a construir una fotografía escenificada y de flujo narrativo, en especial en Las aguas del escorpión, con lo que retoma ese interés por lo narrativo desarrollado años atrás.

El segundo de ellos es el carácter narcisista de sus imágenes, que, como señala Gloria Picazo en relación a las estrategias representativas, no ha de ser entendido como mera autocomplacencia, sino de escudriñarse tanto física como psíquicamente, y de tratar de elucidar dificultades y ansiedades; cuestión ésta que, además, pudiera deberse a una paradójica respuesta al mundo exterior que en el caso de Rocío Verdejo no ha de desdeñarse: Procesos que se imponen como una afirmación de la existencia humana frente a la complejidad escurridiza de lo externo, o dicho en otros términos, la posibilidad de refugiarse en un microcosmos ante el desencanto suscitado por ese macrocosmos, hostil y descabellado, que nos rodea. En la obra de Verdejo no sólo cabría la posibilidad de hablar de respuesta a lo exterior, sino la posibilidad de que aluda de modo metafórico a algunas problemáticas sociales, como pudieran ser el inmovilismo, lo acomodaticio y la confortabilidad de las que gozamos en nuestras sociedades y que amparan individuos que, como las modelos de Quietud, se abandonan melancólicamente en pos de ese estado placentero y pasivo, a pesar de que, como ya hemos sugerido, sean una posible y ambivalente manifestación de la ausencia y, tal vez, de un destino fatal, la muerte. Así, una propuesta como la de Verdejo, de gran profundidad poética y emoción, excede la autorreferencialidad y la autoexploración —el narcisismo—  para adquirir, configurándose en alegoría, un matiz sensiblemente crítico.

Enlazando con lo anterior surge el tercero de esos ámbitos privilegiados, concretamente la capacidad, debido al enigma y la ambigüedad que presenta su mundo, para que sus obras se constituyan tras la mediación del espectador, que ha de connotar las imágenes, en suerte de metáforas, emblemas o alegorías. Sergio Mah alude precisamente a una vis melancólica en lo fotográfico producida por ese efecto de simbolización: La fotografía es melancólica porque, posiblemente más que cualquier otra forma de arte, encontramos ese defecto de simbolización lo que hace que nuestro sentido de lo real se encuentre cada vez más perturbado. Ese sentido de lo real que se perturba provendría en la fotografía de Verdejo de un solapamiento de lo real y lo ficticio —evidentísimo en Las aguas del escorpión, en la que con asepsia presenta una escena extraordinaria—, así como en la ambivalencia y enigma de sus imágenes. Ese carácter ambivalente y esquivo es el que promueve —como hemos señalado al principio— que el receptor venga a salvar esos huecos o déficits de información (enigmas). Ante los vacíos de información, el espectador inicia un ejercicio de connotación y esclarecimiento según su experiencia propia, convirtiendo las obras en símbolos o recreaciones de sus propios temores. La fotógrafa malagueña Cristina Martín Lara, al caracterizar su praxis artística señala que las conexiones más importantes entre las cosas se dan en zonas de información baja o ambigua, conocidas como huecos de reconocimiento, ése es el momento en el que se produce la implicación del espectador en la obra, éstos son los más interesantes ya que son lugares abiertos a la proyección.

Y, por último, cierta indagación —aquí tal vez de modo inconsciente por parte de la artista— respecto a las especificidades, naturaleza, teleología y ontología del propio medio fotográfico, que, merced a la confrontación de estas dos series, propicia el cuestionamiento de los mismos.

Quietud. Catarsis, esperanza y reflejo.

En Quietud, Rocío Verdejo, a diferencia de su obra anterior, sumerge a sus modelos en el agua, con lo que la imagen de la Ophelia shakesperiana emerge, en mayor o menor medida, como referencia para el espectador, aunque evita tanto el desenlace del relato de Shakespeare como de la multitud de versiones pictóricas y fotográficas que se han sucedido a lo largo de la Historia del Arte, tendentes todas ellas a la manifestación de la muerte del personaje femenino.

Las fotografías de Quietud muestran la ambigüedad de una mujer entregada literalmente a las aguas que, sin embargo, expresa, tanto en su rostro como en su cuerpo, un estado placentero o de paz interior que, incluso en algún caso, puede estar cercano a lo extático. Esta ambigüedad que destacamos de Quietudfunciona como unión de realidades opuestas. El agua calma o estancada ha contado con un simbolismo maternal; de hecho, la inmersión en el agua, como experiencia, puede propiciar un estado placentero que rememore lo originario en cuanto a amniótico, en cuanto a maternal. No obstante, por el contrario, el agua es susceptible de ser un elemento amenazador y peligroso. Bachelard señalaba que la muerte en un agua calma tiene rasgos maternales. El agua mezcla aquí sus símbolos ambivalentes de nacimiento y muerte.

Las modelos de Verdejo, en ese ejercicio de ambigüedad que destacamos, parecen ponerse en riesgo —tentar la suerte— para obtener la paz, acercarse a la amenaza de la muerte para darse un reconstituyente baño de vida, arrojarse a ese seno materno que simboliza el agua estancada para renacer, exponerse al silencio para en la soledad oírse, incluso parecen estar muertas sin estarlo. Suma de ambigüedades en esa suerte de catarsis de la que da testimonio Rocío Verdejo.

Como podemos apreciar, y a pesar o gracias a esa ambigüedad que intentamos señalar, la representación de Verdejo huye de la desesperanza del tema al que parecen predestinadas estas imágenes, aunque desemboca en estados tan antagónicos como la serenidad, lo melancólico, lo siniestro, lo inquietante o lo sublime. Respecto a este último particular, el de lo sublime, no podemos evitar señalar cómo ese enfrentamiento/comunión de lo humano con la grandiosidad y magnitud de lo natural aporta al discurso de Rocío Verdejo cierto carácter romántico. Precisamente, el Romanticismo nos legó la consciencia de que la confrontación con la Naturaleza se establecía como una suerte de espejo que nos reflejase, especialmente nuestra finitud frente a la manifestación de las inaprensibles fuerzas y magnitudes naturales, noción perfectamente condensada tanto en los paisajes de Caspar David Friedrich como en algunos de los Pensamientos de Blaise Pascal, como en el Pensamiento 200, en el que la Humanidad, frágil e insignificante ante la Naturaleza, hubiera de sentirse como una caña a la que aplastara una simple gota. El paisaje en la obra de Verdejo, o mejor dicho, los planos de éste, redunda en la proyección/disolución de los personajes que retrata en el medio y viceversa, de modo que cada uno de ellos pueda adquirir los valores del otro (soledad, recogimiento, aislamiento o entereza como una roca o isla en la inmensidad acuática), deviniendo indistinción o comunión de elementos. No obstante, en la fotografía de Verdejo, el azogue de ese espejo que nos devuelve nuestra imagen no sólo resulta ser esa confrontación de lo humano y lo natural tendente a lo sublime, sino que resulta ser un detonante para que sintamos ese catálogo de sensaciones y sentimientos que preconizan sus modelos (fragilidad, melancolía, abandono, soledad, inquietud).

El carácter ambiguo y ambivalente de su obra permite de igual manera ese ejercicio de implicación, proyección y exploración. Lo que comienza siendo un ejercicio de autoexploración y narcisismo por parte de la artista trasciende en una invitación a reconocernos, a explorarnos, realizándose un desplazamiento desde la esfera de lo autorreferencial, de un mundo propio e intransferible de la fotógrafa que acaba por no serlo, a una esfera universal y mayoritaria. No en vano lo que se pone en juego es un catálogo de emociones, miedos y esperanzas que compartimos. Con su obra experimentamos, como en muchas imágenes de lo humano, no sólo experiencias sobre los retratados —aquí deberíamos barajar que estos retratos no dejan de ser proyecciones personales, autorretratos, de Verdejo—, sino que, en última instancia, conseguimos conocimientos sobre nosotros mismos.

Las aguas del escorpión: el agua como tumba y la fotografía síntesis de ficción y realidad

Rocío Verdejo extrema en Las aguas del escorpión la depuración objetiva de la fotografía, aún más evidente si la comparamos con la serie anterior, Quietud, en la que la artista opta por una variedad y un uso expresivo de los encuadres y planos. Pareciera que la presencia de la fotógrafa se diluye en una suerte de neutralidad, la propia del rol de testigo. En esta ocasión el plano es el mismo, a excepción de la última obra de la serie. Una reiteración, asepsia y neutralidad con la que parece tomar unos presupuestos catalogadores y cuasi-documentales. No en vano, sus imágenes intentan ser reconstrucciones —tanto como documentaciones— de una pesadilla, que sean una especie de tableau vivant, un fragmento de un episodio del sueño. De ahí, también, que esa escenificación de flujo narrativo responda a la certeza de la congelación de una acción (imágenes en movimiento), de una historia o relato (un sueño o pesadilla, animada por tanto), que empuja al receptor a restablecerla mediante su implicación, es decir, a construir hipotéticas causas que han llevado a la creación de estas imágenes y que nos son no-dadas tanto como a vislumbrar un posible trama-nudo-desenlace, acercándonos, de este modo, a la idea de “inconsciente óptico” con la cual Walter Benjamin caracterizó la fotografía, la de una imagen que encierra un estado de cosas latentes o inconscientes bajo lo manifiesto.

En cierto modo, la artista emplea recursos de naturaleza objetiva, tal vez para ser lo más fiel con esas imágenes recurrentes, lo cual nos hace rememorar una de las querellas fotográficas sobre las que con mayor insistencia trabajó en distintos textos Susan Sontag, la referida al mayor grado de verdad que ostentan las fotografías que menor grado de artisticidad presenta: silogismo tantas veces puesto en crisis y subvertido. Sontag evidenciaba de modo certero el equívoco: Al volar bajo, en sentido artístico, se cree que en tales fotos hay menos manipulación. ¿Qué es lo artístico en este debate?¿Una cuestión de estilo y recursos lingüísticos que alejen a la obra de lo real o una cuestión de discurso, narración y puesta en escena? Verdejo juega ambas cartas: los recursos estilísticos y la metaforización las desarrolla en Quietud, mientras que aquí técnicamente no existe manipulación, recayendo la acción artística en esa puesta en escena: verdad a través de la técnica y el estilo versus ficción en la naturaleza de la escena. Nuevamente la fotografía como fiel medio reproductor se presenta, cuanto menos, cuestionada,

En este punto nacen una serie de paradojas, como la de extremar el carácter fiel, verista y reproductor de la fotografía (real) para testimoniar un episodio de la esfera del sueño o, cuanto menos, una escena verdaderamente inquietante e improbable, y, por tanto, ficticia, no-verista o simulada (ficcional). La fotografía de Verdejo participa de una corriente, un sentir generalizado, casi un aire del tiempo en lo que a lo fotográfico se refiere, y del que nos alerta Mah: Hoy parece cada vez más notorio que la fotografía proporciona un conjunto de visiones (simultáneamente reales y ficcionales) en el que el autor, la imagen y el mundo exterior se superponen. Sea como sea, se reeditan en Las aguas del escorpión procesos desarrollados en Quietud y que conducían a nuestra implicación en las obras y a la consecución de un reflejo propio, acaso posible gracias a que los temores y obsesiones que Verdejo plasma en sus escenificaciones son sentidos como propios por nosotros —ya experimentados quizás—. Mah consigue describir con precisión los fenómenos que se originan: Al superponer la realidad y la ficción, la experiencia fotográfica se mueve en un espacio ambiguo: un campo de figuraciones disonantes y ambivalentes, en el que su privilegio reproductivo es una búsqueda cada vez más intensa de un nuevo sentido –realizar la imagen de la imagen, la apariencia de la apariencia, la memoria de la memoria, o sea, invocar aquello que ya existe en nosotros. Un laberinto de infinita ficciones. De nuevo lo particular y autorreferencial es excedido y el reflejo de Narciso, casualmente sobre el agua, no es exclusivamente el reflejo de la artista, sino de muchos de nosotros.

Parece que Verdejo trabaja en dos momentos, uno el de la concepción a través de imágenes recurrentes con un gran eco y profundidad que le persiguen y otro el de la materialización de las mismas con la mayor veracidad y con el lenguaje más neutro posible, como si intentara con ello dar mayor crédito a las mismas, hacerlas menos ficticias. Respecto a esa primera fase que prefiguramos, no podemos evitar recordar la leyenda, tantas veces rescatada y difundida por los surrealistas, acerca del poeta francés Saint Paul Roux, quien cuando iba a dormir colgaba en la puerta de la habitación un cartel que rezaba “Silencio, el poeta trabaja”. El trabajo de Verdejo también tendría un origen onírico y una manifestación real, de las que se desprende, con toda certeza, esa inquietud y desasosiego con los que nos azoran sus fotografías.

La escenificación, la pareja que se dispone a entregar su hija muerta a las aguas, se encuentra en sí misma densificada y saturada. Pudiera influir en el receptor la noción de los ritos relacionados con la muerte, que en multitud de religiones contemplan el agua como metafórico espacio en el que desemboca y finaliza la vida tanto como ámbito que cruzar para la salvación. Esto, que pudiera ser interpretado en clave de esperanza —como en Quietud—, ha de ser obviado absolutamente: no hallaremos posibilidad de salvación alguna, no habrá siquiera recurso alguno como el deus ex machina; la prueba de ello es la última de las imágenes, la madre que, elegante y enlutada, parece volver con la mortaja de su hija una vez que las aguas la han tomado para no devolverla jamás (al contrario que las modelos de Quietud). Lo que se pone en escena, al margen de las connotaciones anteriores, es la presentación de lo que sería una experiencia tan extrema, traumática y desestabilizadora como la de sobrevivir a los hijos. La reiteración bajo unos mismos parámetros formales, la repetición casi idéntica del mismo acontecimiento y su manifestación fría y objetiva indicaría lo obsesivo del asunto, tanto como una recurrente pesadilla. Pesadilla, tal vez, de la que despertemos con la última de las fotografías, aunque, paradójicamente, por valores expresivos como la falta de nitidez podría ser una metáfora de lo onírico, ya sea el recuerdo vago o la imagen que acaba por desaparecer o desintegrarse.

Liberación, la fotografía como terapia y el cese del oleaje

En la fuerte carga y componente vivencial de la obra de Rocío Verdejo, en ese registro personal o personal record que en estudios anteriores hemos descrito, existe la noción tantas veces atribuida a la fotografía, en relación a la documentación del arte de la perfomance o del mismo body art, de suponer un ejercicio de liberación —autoliberación para ser más exactos—, pues es la artista quien comparte con el espectador su mundo, verdaderamente intransferible y puede que inaccesible a pesar de ese gesto de generosidad o necesidad. Enfrentarse a los miedos, ansiedades y angustias, materializándolas, dándoles forma, haciéndolas visibles, se constituye, a todos los efectos, como un redentor ejercicio de catarsis y liberación, aunque, como en todos esos procesos, el sujeto esté en juego, ya que no dejan de ser experiencias de rebasamiento de los límites.Nuestra atención ha de fijarse en la última de las obras de Las aguas del escorpión. Verdejo gusta de concluir sus series con una especie de contra-imagen/contra-concepto. Así ocurre también en Quietud. Tal vez, esa imagen esquiva de la madre que llora abrazada a la mortaja de su hija, acosada por el envite del oleaje, como imagen en desintegración sea el fin de la pesadilla. Una fotografía contra-imagen, ya que en las restantes prima el silencio (un paisaje amable e incluso apacible, unas aguas estancadas en sosiego y calma, los personajes callados). Sinestesia de por medio, ese clamoroso silencio es roto por el bramido de las aguas en movimiento, por el sonido del viento que rompe contra el personaje y, por supuesto, con el llanto materno. Quizá, con ella, el oleaje del sueño y la pesadilla cese para la artista, consiga la liberación, aunque para nosotros los receptores ahora nos toque vivir las mareas de nuestra alma y el oleaje de nuestros sueños, temores y pesadillas.



2008

Quietud

Leer texto Ver fotografías

Quietud: la imagen ambivalente y catártica. O entre la amenaza y la liberación.

Juan Francisco Rueda

Llevaba un tiempo Rocío Verdejo haciendo que sus personajes coqueteasen con lo acuático. Desde 2005 y con un marcado flujo narrativo, de escenificación y en convergencia con discursos medulares del arte último -como la multiplicidad, la indistinción o la identidad-, buena parte de su fotografía ha tenido en el agua un elemento indispensable. No sólo adquiría esta sustancia un valor paisajístico o de marco (aguas estancadas, grandes masas de agua o embarcaderos en cuyos derredores transitaban cautelosos personajes con la vista velada, así como otros yacían muertos), sino que desarrollaba, en algunos relatos, un verdadero papel protagónico, propio de lo que Gaston Bachelard llamó “la imaginación de la materia”, esto es, el simbolismo y los significados que materias como el fuego, el aire o el propio agua fueron acumulando en el discurrir del pensamiento humano y su plasmación artística. Ese coqueteo, por mor de la atmósfera de larvada inquietud a la par que paradójica serenidad, se convertía, las más de las veces, en temor ante la proximidad del líquido elemento, como quien se encuentra atraído por sus influjos y repelido por sus peligros, como quien sabe con certeza que el agua, sustancia de vida, es también sustancia de muerte.

En Quietud (2008), Verdejo ha sumergido definitivamente a sus personajes en el agua, venciendo ese temor e inquietud que inundaban algunas obras anteriores. La imagen de la Ophelia shakesperiana, como no podría ser de otra manera, emerge, en mayor o menor medida, como referencia para el espectador en cada una de las fotografías que componen esta serie. Sin embargo, Verdejo consigue ofrecernos una visión alejada de las usuales –y muy numerosas- que se han ido acumulando en la Historia del Arte en torno a la figura de la Ophelia que codificó el pintor prerrafaelista John Everett Millais en 1852, y que se resume en una Ophelia ahogada y flotando en el arroyo en el que resbaló, con la boca y ojos abiertos y los brazos en ademan suplicatorio. En los últimos tiempos no ha cesado de crecer el empleo de este iconotipo en la fotografía y el audiovisual. Sin embargo, Verdejo, quien en 2007 ya se había acercado con literalidad y pictorialismoa la imagen de Millais, subvierte el icono y su significado –lo iconográfico y lo iconológico-, escapando, de este modo, de la mayoritaria presentación del desenlace, es decir, de la muerte del personaje. Tal vez, si la fotógrafa toma como fuente el drama de Shakespeare para actualizar su imagen y contextualizarla –metaforizándola- en algunas problemáticas sociales de este inicio de siglo, no se centra, como vemos, en ese desenlace, sino en el momento que discurre entre la caída al agua y su muerte, un transcurso en el que Ophelia –podríamos decir que plena y feliz a pesar del desamor y el accidente- es ajena al peligro que corre como criatura que nacido hubiese en aquel elemento -tal como pusiera Shakespeare en boca de la Reina, narradora del fatal acontecimiento-.

Verdejo juega precisamente con esa ambivalencia, tanto del episodio como de la imagen. Sus fotografías de Quietud muestran la ambigüedad de una mujer entregada literalmente a las aguas que, sin embargo, expresa, tanto en su rostro como en su cuerpo, un estado placentero o de paz interior que, incluso en algún caso, puede estar cercano a lo extático. Si su obra anterior se había caracterizado por el recurso de la narración subsumida, en Quietud la fotógrafa parece reducir la retórica, de modo que en lugar de representar o escenificar presenta simplemente, que en lugar de relatar o narrar construye una metáfora que, al ser continuada en la sucesión de imágenes, deviene alegoría en la que posteriormente incidiremos.

Hemos de destacar la ambigüedad de Quietud que funciona como unión de realidades opuestas. El agua calma o estancada ha contado con un simbolismo maternal; de hecho, la inmersión en el agua, como experiencia, puede propiciar un estado placentero que rememore lo originario en cuanto a amniótico, en cuanto a maternal. No obstante, por el contrario, el agua es susceptible de ser un elemento amenazador y peligroso. Bachelard señalaba que la muerte en un agua calma tiene rasgos maternales. El agua mezcla aquí sus símbolos ambivalentes de nacimiento y muerte.

En este punto interesa exponer cómo Verdejo, desde su rol de fotógrafa, apuesta o lleva a cabo lo que se conoce como personal record o “registro personal”, esto es, la puesta en contacto directo con los personajes y la implicación en las situaciones que retrata. Aquí, la artista no construye un mundo paralelo, no escenifica o dramatiza –algo más propio de la fotografía de flujo narrativo-, sino que pone en situación a la modelo, la predispone, en un ejercicio de empatía, a someterse a la experiencia de su inmersión en el líquido elemento. Todo un trance del cual la fotógrafa actúa como recolectora de imágenes. De este modo, susmujeres, en ese ejercicio de ambigüedad que destacamos, parecen ponerse en riesgo –tentar la suerte- para obtener la paz, acercarse a la amenaza de la muerte para darse un reconstituyente baño de vida, arrojarse a ese seno materno que simboliza el agua estancada para renacer, exponerse al silencio para en la soledad oírse, incluso parecen estar muertas sin estarlo. Suma de ambigüedades en esa suerte de catarsis de la que da testimonio Rocío Verdejo.

Pero la misión de la artista ha de ir más allá de la involucración del “registro personal” o de la puesta en escena. Al respecto de esta última, tanto desnudo como paisaje exceden el recurso para operar en lo semántico: el desnudo implica un acto de entrega voluntaria al agua, de predisposición y no de fatal desliz o accidente, tal como le ocurrió a Ophelia a pesar de su dulce muerte; mientras que el paisaje, o mejor dicho los planos de éste, redunda en la proyección/disolución del personaje en el medio y viceversa, de modo que cada uno de ellos pueda adquirir los valores del otro (soledad, recogimiento, aislamiento o entereza como una roca o isla en la inmensidad acuática), deviniendo indistinción o comunión de elementos.

No obstante, donde crece con fuerza la figura y el papel de la fotógrafa –esa misión que antes señalábamos-, donde Verdejo hace un ejercicio o prurito por la distinción de su praxis fotográfica y por la singularización de su Quietud frente a otras ofelias, hemos de hallarla tanto en la diversidad de ofelias como en la variedad de planos que, a su vez, permite recurrir a lo poético y a lo expresivo: cuerpos sumergidos límpidos y gélidos, sedimentados por el cieno, distorsionados por las corrientes, fagocitados en un ejercicio de camuflaje por nenúfares y otras especies lacustres; disimulados ante el reflejo de la vegetación –otro ejercicio de camuflaje-; cuerpos nocturnos, cuerpos contrastados por la luminosidad del sol, cuerpos expuestos a la inmensidad, cuerpos resguardados al abrigo de lo geológico, cuerpos señalando las escapatorias de esa agua en el que parecen haberse diluido casi todas ellas.

Como podemos apreciar, y a pesar o gracias a esa ambigüedad que intentamos señalar, la representación de Verdejo huye de la desesperanza del tema al que parecen predestinadas estas imágenes, aunque desemboca en estados tan antagónicos como la serenidad, lo melancólico, lo siniestro, lo inquietante o lo sublime. Respecto a este último particular, el de lo sublime, no podemos evitar señalar cómo ese enfrentamiento/comunión de lo humano con la grandiosidad y magnitud de lo natural aporta al discurso de Rocío Verdejo cierto carácter romántico.

Una última consideración ha de exponerse. Hemos de evidenciar la capacidad de estas imágenes, en su naturaleza de metáforas individuales y alegoría en su conjunto, para constituirse como testimonio crítico de la contemporaneidad. Parece complicado que una propuesta de tal profundidad poética y emoción funcione a tal efecto; sin embargo, estas mujeres que como Ophelia parecen entregarse al trance dulce y puede que redentor -al dejarse llevar-, se constituyen como una suerte de metáfora del confort, de la comodidad o de la pasividad. Aquí puede realizarse una serie de desplazamientos: el agua calmada como elemento ambiguo, generador de paz –confort- pero medio para un destino fatal, mientras que la modelo –el sujeto- disfruta acomodaticiamente de ese bienestar, de ese presente o trance, poniendo en peligro su futuro ajena al desenlace. He aquí cómo Verdejo consigue redimensionar este iconotipo de Ophelia para que opere a efectos de metáfora activa y alegoría. La fotografía vivencial, poética y empática de Verdejo no elude ese matiz sensiblemente crítico. No en vano, ello ha de ser entendido como un rasgo más de esas imágenes ambivalentes y ambiguas que crea la artista –tanto por tema como por suma de opuestos-. Imágenes igualmente densificadas, es decir, que condensan multitud de referencias de distinta procedencia, desde el préstamo iconográfico de Ofelia que varía sustancialmente y enriquece con ámbitos tan distintos como lo paisajístico, lo sublime, el camuflaje o el empleo del cuerpo; algunos de éstos resultan discursos privilegiados del arte último.

No podemos evitar al ver esta serie que la quietud de sus imágenes, de sus personajes, nos mueva al deleite, al temor y a la empatía en su contemplación. Viéndolas sumergidas y ausentes, uno piensa cuan afortunadas son, pues, a diferencia de Ophelia, purgarán sus penas -o no-, pero el lecho mortuorio se convertirá en seno materno del que saldrán renacidas.

2007

Epílogo

Ver fotografías