El mundo del Espejo, en el que penetra la valiente y sensata Alicia, evitando quedar apresada en la imagen del espejo, no es el lugar del reverso simétrico, de la anti-materia, ni la imagen invertida en el espejo del mundo del que ella procede. Es el mundo del discurso y de la asimetría, cuyas reglas arbitrarias se esfuerzan por apartar al sujeto, Alicia, de toda posibilidad de identificación naturalista.

Alicia ya no – Teresa de Lauretis

[]las muñecas nos infligen tremendo silencio (mayor que la vida)[]

Muñecas: sobre las muñecas de cera de Lotte Pritzel – Rilke

 

Abismo, en una de sus acepciones, refiere el centro de un escudo, porque en algunos escudos, en su parte central, está representado de nuevo el escudo mismo. Esta fractalización deliberada de la realidad, este ejercicio de repetición ensimismada, pese a que parece querer insistir en una realidad, acaba oscureciéndola, camuflándola dentro de sí misma, como cuando repetimos una palabra sin parar. Como en el día de la marmota. Como abrir una matrioska sin fin. (habría que ponerlo en cursiva porque no aparece como término en la RAE con c ni con k)

El abismo, al igual que el camuflaje, posibilita una estrategia de protección, es un escudo de desaparición dentro o detrás del cual seguimos estando, pero libres, indefinidas.

En la serie Crashroom (2014), Rocío Verdejo retrata personajes reales que han sufrido un proceso de despersonalización violenta. El mecanismo que se ha activado después en las protagonistas es de aislamiento, de huida desesperada hacia adentro. Su escondite, lejos de ser una asunción de la pérdida de la identidad, es el del Romeo envenenado y autoenvenenado, es un standby sombrío que nos despega de la realidad y, por tanto, de nuestro género, pero también la única forma de volver a él después.

En el cuento “Mercure” de Amélie Nothomb, Hazel, la protagonista, vive cautiva en un fortín situado en una isla de difícil acceso, rodeada de sirvientes y de su secuestrador/benefactor, un viejo septuagenario que ha ordenado retirar todo material reflectante del alcance de su vista. Ella, desconocedora de la forma de su reflejo, transige a los tocamientos y al cautiverio, marginada incluso de su imagen física y pensándose terriblemente desagradable a la vista. Un día cae enferma y se ha de hacer venir a una doctora que es registrada y aleccionada a la entrada del fuerte y, disconforme con la situación, dispone un plan para acumular y esconder el mercurio de los termómetros de forma que, con las sucesivas visitas, hayan almacenado el suficiente como para formar un círculo plateado en el que Hazel podrá, al final, ver su cara y comprobar que es absolutamente equilibrada y preciosa.

El dolor más o menos prolongado es fácilmente tratado como enfermedad, más aún si el dolor es visible. Tratar la violencia de género como enfermedad, aunque sea definirlo como enfermedad social, es asumir estrategias reguladas para paliarlo, clínicas y políticas; y, una vez más, confiar en que lo que nos mata también tiene el poder de curarnos. Pensar que esto dejará de ser así por más que representemos el conflicto de forma evidente y abyecta es quimérico. Mucho mejor entonces representar la quimera en sí, lo flotante.

Al retratar un estado intermedio, irresoluto, Rocío Verdejo se ha negado a reproducir la resignación en favor de la posibilidad. Los sujetos de las imágenes, muñecas cubistas, están resquebrajadas para diluirse en un espacio en el que son irreconocibles. Las “muñecas” son a la vez peleles y potenciales autómatas que escapan a nuestro control; y son un reflejo de nuestro subconsciente, poderoso. Todas estas “Eurídices” dicen, parafraseando a Angélica Liddell en su conversación con el más allá de una también maltratada Jacqueline du Pré: “te haré invencible con mi derrota”.

Las Eurídices de Crashroom nos hablan desde el espacio austero, concentrado en reforzar la “puesta en abismo” con puertas abiertas, arcos, marcos; y espejos. Un escenario coral y como siempre en la obra de Rocío de gran fuerza simbólica o, esta vez, metasimbólica, pues representa también la forma de violencia sutil definida por Bourdieu. La escena, deliberadamente suave y minimalista, deja clara la existencia de historias conectadas pero muy distintas, a la vez que exhala misterio, impenetrabilidad, como ese círculo de mármol negro en el suelo que podría ser el círculo de sal en negativo, el círculo mágico de protección contra el mal de ojo o las brujas de Salem, dentro del cual se sitúa también un hijo, él sí reflejado en un espejo.

La iconografía del espejo es variada y contradictoria, porque la reflexión puede ser un mecanismo de descubrimiento o de defensa. Pese a que en distintos grados toda la materia puede ser traspasada, las superficies reflectantes rebotan una mayor cantidad de luz para devolvernos imágenes especulares, más o menos figurativas, más o menos cegadoras. El espejo genera y resuelve de forma fantasmagórica (el tiempo que duran estos fantasmas es el tiempo de la exposición a él) dudas de identificación y reconocimiento. Esta imposibilidad de reconocerse del todo no pone sino de manifiesto que el sujeto reflejado, como diría José Luis Brea, no es una entidad completa sino algo que se produce a través de procesos complejos e inacabados, que son sociales y psíquicos. El sujeto siempre es un sujeto en proceso.

En el caso de esta serie, el proceso o el grado de evolución de cada personaje se evidencia a través de un vestuario bicolor que nos transporta a Louise Bourgeois o a los diseños-trampantojo de Jean Paul Gaultier para la adaptación almodovariana “La piel que habito”; o el traje de lentejuelas que luce Gael García Bernal travestido en “La Mala Educación”. Las piezas de vestuario funcionan mediante un código cromático en el que el blanco es una capa de invisibilidad, de conciliación, de adaptación del dolor a una realidad pública hostil; mientras que el color carne, maquillaje o “nude” simboliza el conflicto, la intimidad, el miedo, la exposición al dolor, la vulnerabilidad, la desnudez, la capa más contingente y orgánica de los personajes. La combinación en las prendas y su diálogo con las prendas reflejadas, a veces complementario y siempre asimétrico, deja ver y esconde un compuesto abstracto y contradictorio, abrupto, constructivista, quebrado.

Y así, el espejo, en conversación con la prenda, en cada uno de los retratos de la serie, funciona como “ese regulador arbitrario de realidad” dirigido por Rocío en función de una ley superior: mejor asimetría, mejor ocultación, sueño, posibilidad, que decadencia. Pues como dictaría Bernardo Soares en el “Libro del Desasosiego”: “La decadencia es la pérdida total de la inocencia, porque la inocencia es el fundamento de la vida”.

Los vestidos están cosidos a los espejos en una asociación surrealista, como la del maravilloso video musical de Floria Sigismondi para “Mirrors”, de Justin Timberlake. Más allá de producir confusión, nos da pistas, claves y memorias sobre lo que no se deja ver.

Verdejo sólo muestra el rostro del que aún ahora puede soñar, aunque esto también signifique mostrar, en consecuencia, que es posible vulnerar la capacidad para el sueño. Así, la mano del niño en la espalda de la mujer transfiere este poder reconfortante y eléctrico que nos reconectará con una identidad de nuevo capacitada para el deseo, para la vida. Al igual que en la “Piedad invertida” de la autora, es aquí el hijo el que sostiene a la mujer, desposeída de su imagen como el Alexei de “El Espejo” de Tarkovsky, como una presuicida Francesca Woodman.

 

Virginia del Río, 2014.