Las mareas del alma, el oleaje del sueño y la pesadilla.

Juan Francisco Rueda

Angustias existenciales. El oleaje que no cesa.

Ni la obra reciente ni, prácticamente, buena parte de la anterior de Rocío Verdejo pueden entenderse sin dos ámbitos de intermediación e interpretación como son la presencia en sus fotografías de las aguas estancadas, como elemento activo, metafórico y perturbador, y la autoexploración de los temores, sueños y pesadillas que la asuelan. Esta autoexploración, materializada en las piezas de las dos series que componen esta exposición, Quietud (2008) y Las aguas del escorpión (2009) —en rigor, ejercicios de terapia y catarsis puesto que la artista se enfrenta a sus propios miedos—, depara “artefactos visuales” que poseen la capacidad de incitar a proyectarnos en ellos, con lo cual, Verdejo nos ofrece un espacio propio, tremendamente subjetivo y cargado de sus vivencias, en el que poder reflejarnos y, quizá, autoexplorarnos como ella, o, al menos, que haga aflorar muchos de nuestros miedos y sueños, tal vez muy parecidos a los suyos. Así, de inicio, sentimos encontrarnos ante una reserva de imágenes íntimas que, con generosidad, nos brinda la artista.

Desde 2005, Rocío Verdejo viene haciendo que sus personajes coqueteen con lo acuático. Con un marcado flujo narrativo, de escenificación y en convergencia con discursos medulares del arte último —como la multiplicidad, el camuflaje, la indistinción o la identidad—, buena parte de su fotografía tuvo en el agua un elemento indispensable. No sólo adquiría esta sustancia un valor paisajístico o de marco (aguas estancadas, grandes masas lacustres o embarcaderos en cuyos derredores transitaban cautelosos personajes con la vista velada, así como otros yacían muertos), sino que desarrollaba, en algunos relatos, un verdadero papel protagónico, propio de lo que Gaston Bachelard llamó “la imaginación de la materia”, esto es, el simbolismo y los significados que materias como el fuego, el aire o el propio agua fueron acumulando en el discurrir del pensamiento humano y su plasmación artística. Ese coqueteo, por mor de la atmósfera de larvada inquietud a la par que paradójica serenidad, las cuales ha continuado imprimiendo a sus imágenes actuales, se convertía, las más de las veces, en temor ante la proximidad del líquido elemento, como quien se encuentra atraído por sus influjos y repelido por sus peligros, como quien sabe con certeza que el agua, sustancia de vida, es también sustancia de muerte. Esa pulsión de muerte sigue estando presente en las series que ahora nos ocupan. En el caso de Quietud de modo ambiguo, mientras que es mucho más evidente en Las aguas del escorpión. En la primera, el agua sería verdaderamente sustancia de vida a la que entregarse para renacer o alcanzar un estado de plenitud, por más que se bordee la puesta en escena de la muerte, que, en cambio, es el sentido que adquiere en la segunda y posterior de las series, en la que el agua es lecho en el que yacer finado.

Entre Quietud y Las aguas del escorpiónno sólo dista un año en su ejecución. Tal vez por ello, por ese lapso que discurre entre la una y la otra, ambas series ahora confrontadas por primera vez, arrojan una distancia de conceptos en algunos casos casi insalvable mientras que convergen en otros, más allá de que tengan en el agua y en cierto desasosiego que despiertan estos conjuntos un evidentísimo nexo. Bastaría para señalar esa distancia, como indicios ilustradores, referirnos simplemente a los títulos y a los referentes visuales; de un lado la ambivalencia de Quietud, con sus rasgos amenazadores pero también y, ante todo, esperanzadores, placenteros y evocadores; de otro, frente a esa capacidad ambivalente de la primera, el evidente sobrecogimiento que causa Las aguas del escorpión, en la que la evocación y esa esperanza de entrega de las modelos al agua maternal desaparece por completo ante la rotunda escenificación mortuoria y trágica pero, a su vez, serena, contenida y ausente de dramatismo.

Escenificación, narración subsumida, narcisismo y simbolización.

A grandes rasgos, la fotografía de Rocío Verdejo concita cuatro espacios conceptuales y procedimentales, entre otros muchos, que vienen caracterizando la praxis fotográfica contemporánea.

En primer lugar, como rasgo estilístico, la tendencia a construir una fotografía escenificada y de flujo narrativo, en especial en Las aguas del escorpión, con lo que retoma ese interés por lo narrativo desarrollado años atrás.

El segundo de ellos es el carácter narcisista de sus imágenes, que, como señala Gloria Picazo en relación a las estrategias representativas, no ha de ser entendido como mera autocomplacencia, sino de escudriñarse tanto física como psíquicamente, y de tratar de elucidar dificultades y ansiedades; cuestión ésta que, además, pudiera deberse a una paradójica respuesta al mundo exterior que en el caso de Rocío Verdejo no ha de desdeñarse: Procesos que se imponen como una afirmación de la existencia humana frente a la complejidad escurridiza de lo externo, o dicho en otros términos, la posibilidad de refugiarse en un microcosmos ante el desencanto suscitado por ese macrocosmos, hostil y descabellado, que nos rodea. En la obra de Verdejo no sólo cabría la posibilidad de hablar de respuesta a lo exterior, sino la posibilidad de que aluda de modo metafórico a algunas problemáticas sociales, como pudieran ser el inmovilismo, lo acomodaticio y la confortabilidad de las que gozamos en nuestras sociedades y que amparan individuos que, como las modelos de Quietud, se abandonan melancólicamente en pos de ese estado placentero y pasivo, a pesar de que, como ya hemos sugerido, sean una posible y ambivalente manifestación de la ausencia y, tal vez, de un destino fatal, la muerte. Así, una propuesta como la de Verdejo, de gran profundidad poética y emoción, excede la autorreferencialidad y la autoexploración —el narcisismo—  para adquirir, configurándose en alegoría, un matiz sensiblemente crítico.

Enlazando con lo anterior surge el tercero de esos ámbitos privilegiados, concretamente la capacidad, debido al enigma y la ambigüedad que presenta su mundo, para que sus obras se constituyan tras la mediación del espectador, que ha de connotar las imágenes, en suerte de metáforas, emblemas o alegorías. Sergio Mah alude precisamente a una vis melancólica en lo fotográfico producida por ese efecto de simbolización: La fotografía es melancólica porque, posiblemente más que cualquier otra forma de arte, encontramos ese defecto de simbolización lo que hace que nuestro sentido de lo real se encuentre cada vez más perturbado. Ese sentido de lo real que se perturba provendría en la fotografía de Verdejo de un solapamiento de lo real y lo ficticio —evidentísimo en Las aguas del escorpión, en la que con asepsia presenta una escena extraordinaria—, así como en la ambivalencia y enigma de sus imágenes. Ese carácter ambivalente y esquivo es el que promueve —como hemos señalado al principio— que el receptor venga a salvar esos huecos o déficits de información (enigmas). Ante los vacíos de información, el espectador inicia un ejercicio de connotación y esclarecimiento según su experiencia propia, convirtiendo las obras en símbolos o recreaciones de sus propios temores. La fotógrafa malagueña Cristina Martín Lara, al caracterizar su praxis artística señala que las conexiones más importantes entre las cosas se dan en zonas de información baja o ambigua, conocidas como huecos de reconocimiento, ése es el momento en el que se produce la implicación del espectador en la obra, éstos son los más interesantes ya que son lugares abiertos a la proyección.

Y, por último, cierta indagación —aquí tal vez de modo inconsciente por parte de la artista— respecto a las especificidades, naturaleza, teleología y ontología del propio medio fotográfico, que, merced a la confrontación de estas dos series, propicia el cuestionamiento de los mismos.

Quietud. Catarsis, esperanza y reflejo.

En Quietud, Rocío Verdejo, a diferencia de su obra anterior, sumerge a sus modelos en el agua, con lo que la imagen de la Ophelia shakesperiana emerge, en mayor o menor medida, como referencia para el espectador, aunque evita tanto el desenlace del relato de Shakespeare como de la multitud de versiones pictóricas y fotográficas que se han sucedido a lo largo de la Historia del Arte, tendentes todas ellas a la manifestación de la muerte del personaje femenino.

Las fotografías de Quietud muestran la ambigüedad de una mujer entregada literalmente a las aguas que, sin embargo, expresa, tanto en su rostro como en su cuerpo, un estado placentero o de paz interior que, incluso en algún caso, puede estar cercano a lo extático. Esta ambigüedad que destacamos de Quietudfunciona como unión de realidades opuestas. El agua calma o estancada ha contado con un simbolismo maternal; de hecho, la inmersión en el agua, como experiencia, puede propiciar un estado placentero que rememore lo originario en cuanto a amniótico, en cuanto a maternal. No obstante, por el contrario, el agua es susceptible de ser un elemento amenazador y peligroso. Bachelard señalaba que la muerte en un agua calma tiene rasgos maternales. El agua mezcla aquí sus símbolos ambivalentes de nacimiento y muerte.

Las modelos de Verdejo, en ese ejercicio de ambigüedad que destacamos, parecen ponerse en riesgo —tentar la suerte— para obtener la paz, acercarse a la amenaza de la muerte para darse un reconstituyente baño de vida, arrojarse a ese seno materno que simboliza el agua estancada para renacer, exponerse al silencio para en la soledad oírse, incluso parecen estar muertas sin estarlo. Suma de ambigüedades en esa suerte de catarsis de la que da testimonio Rocío Verdejo.

Como podemos apreciar, y a pesar o gracias a esa ambigüedad que intentamos señalar, la representación de Verdejo huye de la desesperanza del tema al que parecen predestinadas estas imágenes, aunque desemboca en estados tan antagónicos como la serenidad, lo melancólico, lo siniestro, lo inquietante o lo sublime. Respecto a este último particular, el de lo sublime, no podemos evitar señalar cómo ese enfrentamiento/comunión de lo humano con la grandiosidad y magnitud de lo natural aporta al discurso de Rocío Verdejo cierto carácter romántico. Precisamente, el Romanticismo nos legó la consciencia de que la confrontación con la Naturaleza se establecía como una suerte de espejo que nos reflejase, especialmente nuestra finitud frente a la manifestación de las inaprensibles fuerzas y magnitudes naturales, noción perfectamente condensada tanto en los paisajes de Caspar David Friedrich como en algunos de los Pensamientos de Blaise Pascal, como en el Pensamiento 200, en el que la Humanidad, frágil e insignificante ante la Naturaleza, hubiera de sentirse como una caña a la que aplastara una simple gota. El paisaje en la obra de Verdejo, o mejor dicho, los planos de éste, redunda en la proyección/disolución de los personajes que retrata en el medio y viceversa, de modo que cada uno de ellos pueda adquirir los valores del otro (soledad, recogimiento, aislamiento o entereza como una roca o isla en la inmensidad acuática), deviniendo indistinción o comunión de elementos. No obstante, en la fotografía de Verdejo, el azogue de ese espejo que nos devuelve nuestra imagen no sólo resulta ser esa confrontación de lo humano y lo natural tendente a lo sublime, sino que resulta ser un detonante para que sintamos ese catálogo de sensaciones y sentimientos que preconizan sus modelos (fragilidad, melancolía, abandono, soledad, inquietud).

El carácter ambiguo y ambivalente de su obra permite de igual manera ese ejercicio de implicación, proyección y exploración. Lo que comienza siendo un ejercicio de autoexploración y narcisismo por parte de la artista trasciende en una invitación a reconocernos, a explorarnos, realizándose un desplazamiento desde la esfera de lo autorreferencial, de un mundo propio e intransferible de la fotógrafa que acaba por no serlo, a una esfera universal y mayoritaria. No en vano lo que se pone en juego es un catálogo de emociones, miedos y esperanzas que compartimos. Con su obra experimentamos, como en muchas imágenes de lo humano, no sólo experiencias sobre los retratados —aquí deberíamos barajar que estos retratos no dejan de ser proyecciones personales, autorretratos, de Verdejo—, sino que, en última instancia, conseguimos conocimientos sobre nosotros mismos.

Las aguas del escorpión: el agua como tumba y la fotografía síntesis de ficción y realidad

Rocío Verdejo extrema en Las aguas del escorpión la depuración objetiva de la fotografía, aún más evidente si la comparamos con la serie anterior, Quietud, en la que la artista opta por una variedad y un uso expresivo de los encuadres y planos. Pareciera que la presencia de la fotógrafa se diluye en una suerte de neutralidad, la propia del rol de testigo. En esta ocasión el plano es el mismo, a excepción de la última obra de la serie. Una reiteración, asepsia y neutralidad con la que parece tomar unos presupuestos catalogadores y cuasi-documentales. No en vano, sus imágenes intentan ser reconstrucciones —tanto como documentaciones— de una pesadilla, que sean una especie de tableau vivant, un fragmento de un episodio del sueño. De ahí, también, que esa escenificación de flujo narrativo responda a la certeza de la congelación de una acción (imágenes en movimiento), de una historia o relato (un sueño o pesadilla, animada por tanto), que empuja al receptor a restablecerla mediante su implicación, es decir, a construir hipotéticas causas que han llevado a la creación de estas imágenes y que nos son no-dadas tanto como a vislumbrar un posible trama-nudo-desenlace, acercándonos, de este modo, a la idea de “inconsciente óptico” con la cual Walter Benjamin caracterizó la fotografía, la de una imagen que encierra un estado de cosas latentes o inconscientes bajo lo manifiesto.

En cierto modo, la artista emplea recursos de naturaleza objetiva, tal vez para ser lo más fiel con esas imágenes recurrentes, lo cual nos hace rememorar una de las querellas fotográficas sobre las que con mayor insistencia trabajó en distintos textos Susan Sontag, la referida al mayor grado de verdad que ostentan las fotografías que menor grado de artisticidad presenta: silogismo tantas veces puesto en crisis y subvertido. Sontag evidenciaba de modo certero el equívoco: Al volar bajo, en sentido artístico, se cree que en tales fotos hay menos manipulación. ¿Qué es lo artístico en este debate?¿Una cuestión de estilo y recursos lingüísticos que alejen a la obra de lo real o una cuestión de discurso, narración y puesta en escena? Verdejo juega ambas cartas: los recursos estilísticos y la metaforización las desarrolla en Quietud, mientras que aquí técnicamente no existe manipulación, recayendo la acción artística en esa puesta en escena: verdad a través de la técnica y el estilo versus ficción en la naturaleza de la escena. Nuevamente la fotografía como fiel medio reproductor se presenta, cuanto menos, cuestionada,

En este punto nacen una serie de paradojas, como la de extremar el carácter fiel, verista y reproductor de la fotografía (real) para testimoniar un episodio de la esfera del sueño o, cuanto menos, una escena verdaderamente inquietante e improbable, y, por tanto, ficticia, no-verista o simulada (ficcional). La fotografía de Verdejo participa de una corriente, un sentir generalizado, casi un aire del tiempo en lo que a lo fotográfico se refiere, y del que nos alerta Mah: Hoy parece cada vez más notorio que la fotografía proporciona un conjunto de visiones (simultáneamente reales y ficcionales) en el que el autor, la imagen y el mundo exterior se superponen. Sea como sea, se reeditan en Las aguas del escorpión procesos desarrollados en Quietud y que conducían a nuestra implicación en las obras y a la consecución de un reflejo propio, acaso posible gracias a que los temores y obsesiones que Verdejo plasma en sus escenificaciones son sentidos como propios por nosotros —ya experimentados quizás—. Mah consigue describir con precisión los fenómenos que se originan: Al superponer la realidad y la ficción, la experiencia fotográfica se mueve en un espacio ambiguo: un campo de figuraciones disonantes y ambivalentes, en el que su privilegio reproductivo es una búsqueda cada vez más intensa de un nuevo sentido –realizar la imagen de la imagen, la apariencia de la apariencia, la memoria de la memoria, o sea, invocar aquello que ya existe en nosotros. Un laberinto de infinita ficciones. De nuevo lo particular y autorreferencial es excedido y el reflejo de Narciso, casualmente sobre el agua, no es exclusivamente el reflejo de la artista, sino de muchos de nosotros.

Parece que Verdejo trabaja en dos momentos, uno el de la concepción a través de imágenes recurrentes con un gran eco y profundidad que le persiguen y otro el de la materialización de las mismas con la mayor veracidad y con el lenguaje más neutro posible, como si intentara con ello dar mayor crédito a las mismas, hacerlas menos ficticias. Respecto a esa primera fase que prefiguramos, no podemos evitar recordar la leyenda, tantas veces rescatada y difundida por los surrealistas, acerca del poeta francés Saint Paul Roux, quien cuando iba a dormir colgaba en la puerta de la habitación un cartel que rezaba “Silencio, el poeta trabaja”. El trabajo de Verdejo también tendría un origen onírico y una manifestación real, de las que se desprende, con toda certeza, esa inquietud y desasosiego con los que nos azoran sus fotografías.

La escenificación, la pareja que se dispone a entregar su hija muerta a las aguas, se encuentra en sí misma densificada y saturada. Pudiera influir en el receptor la noción de los ritos relacionados con la muerte, que en multitud de religiones contemplan el agua como metafórico espacio en el que desemboca y finaliza la vida tanto como ámbito que cruzar para la salvación. Esto, que pudiera ser interpretado en clave de esperanza —como en Quietud—, ha de ser obviado absolutamente: no hallaremos posibilidad de salvación alguna, no habrá siquiera recurso alguno como el deus ex machina; la prueba de ello es la última de las imágenes, la madre que, elegante y enlutada, parece volver con la mortaja de su hija una vez que las aguas la han tomado para no devolverla jamás (al contrario que las modelos de Quietud). Lo que se pone en escena, al margen de las connotaciones anteriores, es la presentación de lo que sería una experiencia tan extrema, traumática y desestabilizadora como la de sobrevivir a los hijos. La reiteración bajo unos mismos parámetros formales, la repetición casi idéntica del mismo acontecimiento y su manifestación fría y objetiva indicaría lo obsesivo del asunto, tanto como una recurrente pesadilla. Pesadilla, tal vez, de la que despertemos con la última de las fotografías, aunque, paradójicamente, por valores expresivos como la falta de nitidez podría ser una metáfora de lo onírico, ya sea el recuerdo vago o la imagen que acaba por desaparecer o desintegrarse.

Liberación, la fotografía como terapia y el cese del oleaje

En la fuerte carga y componente vivencial de la obra de Rocío Verdejo, en ese registro personal o personal record que en estudios anteriores hemos descrito, existe la noción tantas veces atribuida a la fotografía, en relación a la documentación del arte de la perfomance o del mismo body art, de suponer un ejercicio de liberación —autoliberación para ser más exactos—, pues es la artista quien comparte con el espectador su mundo, verdaderamente intransferible y puede que inaccesible a pesar de ese gesto de generosidad o necesidad. Enfrentarse a los miedos, ansiedades y angustias, materializándolas, dándoles forma, haciéndolas visibles, se constituye, a todos los efectos, como un redentor ejercicio de catarsis y liberación, aunque, como en todos esos procesos, el sujeto esté en juego, ya que no dejan de ser experiencias de rebasamiento de los límites.Nuestra atención ha de fijarse en la última de las obras de Las aguas del escorpión. Verdejo gusta de concluir sus series con una especie de contra-imagen/contra-concepto. Así ocurre también en Quietud. Tal vez, esa imagen esquiva de la madre que llora abrazada a la mortaja de su hija, acosada por el envite del oleaje, como imagen en desintegración sea el fin de la pesadilla. Una fotografía contra-imagen, ya que en las restantes prima el silencio (un paisaje amable e incluso apacible, unas aguas estancadas en sosiego y calma, los personajes callados). Sinestesia de por medio, ese clamoroso silencio es roto por el bramido de las aguas en movimiento, por el sonido del viento que rompe contra el personaje y, por supuesto, con el llanto materno. Quizá, con ella, el oleaje del sueño y la pesadilla cese para la artista, consiga la liberación, aunque para nosotros los receptores ahora nos toque vivir las mareas de nuestra alma y el oleaje de nuestros sueños, temores y pesadillas.