Quietud: la imagen ambivalente y catártica. O entre la amenaza y la liberación.
Juan Francisco Rueda
Llevaba un tiempo Rocío Verdejo haciendo que sus personajes coqueteasen con lo acuático. Desde 2005 y con un marcado flujo narrativo, de escenificación y en convergencia con discursos medulares del arte último -como la multiplicidad, la indistinción o la identidad-, buena parte de su fotografía ha tenido en el agua un elemento indispensable. No sólo adquiría esta sustancia un valor paisajístico o de marco (aguas estancadas, grandes masas de agua o embarcaderos en cuyos derredores transitaban cautelosos personajes con la vista velada, así como otros yacían muertos), sino que desarrollaba, en algunos relatos, un verdadero papel protagónico, propio de lo que Gaston Bachelard llamó “la imaginación de la materia”, esto es, el simbolismo y los significados que materias como el fuego, el aire o el propio agua fueron acumulando en el discurrir del pensamiento humano y su plasmación artística. Ese coqueteo, por mor de la atmósfera de larvada inquietud a la par que paradójica serenidad, se convertía, las más de las veces, en temor ante la proximidad del líquido elemento, como quien se encuentra atraído por sus influjos y repelido por sus peligros, como quien sabe con certeza que el agua, sustancia de vida, es también sustancia de muerte.
En Quietud (2008), Verdejo ha sumergido definitivamente a sus personajes en el agua, venciendo ese temor e inquietud que inundaban algunas obras anteriores. La imagen de la Ophelia shakesperiana, como no podría ser de otra manera, emerge, en mayor o menor medida, como referencia para el espectador en cada una de las fotografías que componen esta serie. Sin embargo, Verdejo consigue ofrecernos una visión alejada de las usuales –y muy numerosas- que se han ido acumulando en la Historia del Arte en torno a la figura de la Ophelia que codificó el pintor prerrafaelista John Everett Millais en 1852, y que se resume en una Ophelia ahogada y flotando en el arroyo en el que resbaló, con la boca y ojos abiertos y los brazos en ademan suplicatorio. En los últimos tiempos no ha cesado de crecer el empleo de este iconotipo en la fotografía y el audiovisual. Sin embargo, Verdejo, quien en 2007 ya se había acercado con literalidad y pictorialismoa la imagen de Millais, subvierte el icono y su significado –lo iconográfico y lo iconológico-, escapando, de este modo, de la mayoritaria presentación del desenlace, es decir, de la muerte del personaje. Tal vez, si la fotógrafa toma como fuente el drama de Shakespeare para actualizar su imagen y contextualizarla –metaforizándola- en algunas problemáticas sociales de este inicio de siglo, no se centra, como vemos, en ese desenlace, sino en el momento que discurre entre la caída al agua y su muerte, un transcurso en el que Ophelia –podríamos decir que plena y feliz a pesar del desamor y el accidente- es ajena al peligro que corre como criatura que nacido hubiese en aquel elemento -tal como pusiera Shakespeare en boca de la Reina, narradora del fatal acontecimiento-.
Verdejo juega precisamente con esa ambivalencia, tanto del episodio como de la imagen. Sus fotografías de Quietud muestran la ambigüedad de una mujer entregada literalmente a las aguas que, sin embargo, expresa, tanto en su rostro como en su cuerpo, un estado placentero o de paz interior que, incluso en algún caso, puede estar cercano a lo extático. Si su obra anterior se había caracterizado por el recurso de la narración subsumida, en Quietud la fotógrafa parece reducir la retórica, de modo que en lugar de representar o escenificar presenta simplemente, que en lugar de relatar o narrar construye una metáfora que, al ser continuada en la sucesión de imágenes, deviene alegoría en la que posteriormente incidiremos.
Hemos de destacar la ambigüedad de Quietud que funciona como unión de realidades opuestas. El agua calma o estancada ha contado con un simbolismo maternal; de hecho, la inmersión en el agua, como experiencia, puede propiciar un estado placentero que rememore lo originario en cuanto a amniótico, en cuanto a maternal. No obstante, por el contrario, el agua es susceptible de ser un elemento amenazador y peligroso. Bachelard señalaba que la muerte en un agua calma tiene rasgos maternales. El agua mezcla aquí sus símbolos ambivalentes de nacimiento y muerte.
En este punto interesa exponer cómo Verdejo, desde su rol de fotógrafa, apuesta o lleva a cabo lo que se conoce como personal record o “registro personal”, esto es, la puesta en contacto directo con los personajes y la implicación en las situaciones que retrata. Aquí, la artista no construye un mundo paralelo, no escenifica o dramatiza –algo más propio de la fotografía de flujo narrativo-, sino que pone en situación a la modelo, la predispone, en un ejercicio de empatía, a someterse a la experiencia de su inmersión en el líquido elemento. Todo un trance del cual la fotógrafa actúa como recolectora de imágenes. De este modo, susmujeres, en ese ejercicio de ambigüedad que destacamos, parecen ponerse en riesgo –tentar la suerte- para obtener la paz, acercarse a la amenaza de la muerte para darse un reconstituyente baño de vida, arrojarse a ese seno materno que simboliza el agua estancada para renacer, exponerse al silencio para en la soledad oírse, incluso parecen estar muertas sin estarlo. Suma de ambigüedades en esa suerte de catarsis de la que da testimonio Rocío Verdejo.
Pero la misión de la artista ha de ir más allá de la involucración del “registro personal” o de la puesta en escena. Al respecto de esta última, tanto desnudo como paisaje exceden el recurso para operar en lo semántico: el desnudo implica un acto de entrega voluntaria al agua, de predisposición y no de fatal desliz o accidente, tal como le ocurrió a Ophelia a pesar de su dulce muerte; mientras que el paisaje, o mejor dicho los planos de éste, redunda en la proyección/disolución del personaje en el medio y viceversa, de modo que cada uno de ellos pueda adquirir los valores del otro (soledad, recogimiento, aislamiento o entereza como una roca o isla en la inmensidad acuática), deviniendo indistinción o comunión de elementos.
No obstante, donde crece con fuerza la figura y el papel de la fotógrafa –esa misión que antes señalábamos-, donde Verdejo hace un ejercicio o prurito por la distinción de su praxis fotográfica y por la singularización de su Quietud frente a otras ofelias, hemos de hallarla tanto en la diversidad de ofelias como en la variedad de planos que, a su vez, permite recurrir a lo poético y a lo expresivo: cuerpos sumergidos límpidos y gélidos, sedimentados por el cieno, distorsionados por las corrientes, fagocitados en un ejercicio de camuflaje por nenúfares y otras especies lacustres; disimulados ante el reflejo de la vegetación –otro ejercicio de camuflaje-; cuerpos nocturnos, cuerpos contrastados por la luminosidad del sol, cuerpos expuestos a la inmensidad, cuerpos resguardados al abrigo de lo geológico, cuerpos señalando las escapatorias de esa agua en el que parecen haberse diluido casi todas ellas.
Como podemos apreciar, y a pesar o gracias a esa ambigüedad que intentamos señalar, la representación de Verdejo huye de la desesperanza del tema al que parecen predestinadas estas imágenes, aunque desemboca en estados tan antagónicos como la serenidad, lo melancólico, lo siniestro, lo inquietante o lo sublime. Respecto a este último particular, el de lo sublime, no podemos evitar señalar cómo ese enfrentamiento/comunión de lo humano con la grandiosidad y magnitud de lo natural aporta al discurso de Rocío Verdejo cierto carácter romántico.
Una última consideración ha de exponerse. Hemos de evidenciar la capacidad de estas imágenes, en su naturaleza de metáforas individuales y alegoría en su conjunto, para constituirse como testimonio crítico de la contemporaneidad. Parece complicado que una propuesta de tal profundidad poética y emoción funcione a tal efecto; sin embargo, estas mujeres que como Ophelia parecen entregarse al trance dulce y puede que redentor -al dejarse llevar-, se constituyen como una suerte de metáfora del confort, de la comodidad o de la pasividad. Aquí puede realizarse una serie de desplazamientos: el agua calmada como elemento ambiguo, generador de paz –confort- pero medio para un destino fatal, mientras que la modelo –el sujeto- disfruta acomodaticiamente de ese bienestar, de ese presente o trance, poniendo en peligro su futuro ajena al desenlace. He aquí cómo Verdejo consigue redimensionar este iconotipo de Ophelia para que opere a efectos de metáfora activa y alegoría. La fotografía vivencial, poética y empática de Verdejo no elude ese matiz sensiblemente crítico. No en vano, ello ha de ser entendido como un rasgo más de esas imágenes ambivalentes y ambiguas que crea la artista –tanto por tema como por suma de opuestos-. Imágenes igualmente densificadas, es decir, que condensan multitud de referencias de distinta procedencia, desde el préstamo iconográfico de Ofelia que varía sustancialmente y enriquece con ámbitos tan distintos como lo paisajístico, lo sublime, el camuflaje o el empleo del cuerpo; algunos de éstos resultan discursos privilegiados del arte último.
No podemos evitar al ver esta serie que la quietud de sus imágenes, de sus personajes, nos mueva al deleite, al temor y a la empatía en su contemplación. Viéndolas sumergidas y ausentes, uno piensa cuan afortunadas son, pues, a diferencia de Ophelia, purgarán sus penas -o no-, pero el lecho mortuorio se convertirá en seno materno del que saldrán renacidas.